lunes, 11 de febrero de 2013

UN ABUELO INADECUADO


Asomado a la puerta entreabierta, Ybraim Hassan me esperaba ansioso aquella tarde, y yo sigilosa, muy pegada a las paredes exteriores de la casa, me deslicé, con el corazón palpitante casi a ras de la garganta. Tan pronto alcancé el olor a vetiver que salía de su cuerpo, me alcanzaron también sus brazos y su boca en un abrazo tranquilo que calmó mis latidos y un beso tibio que me llevó a los umbrales de un iniciado placer reconfortante. Así me recibió aquella tarde que se marcó en mí como una herida luminosa por donde manó luego un río de recuerdos al que recurro cada vez que quiero abrevar mi sed de calma y curarme las heridas que me infligió la vida.

 

Alumbrada con velas de aromas y colores diferentes e inciensos con fragancia de sándalos y rosas, toda la casa parecía un altar preparado para un ritual pagano. Sus manos arrugadas y suaves, de largos dedos experimentados en caricias, me fueron desnudando. Y con la paciencia ancestral de un abuelo que va reconociendo las partes de un cuerpo de mujer que ya creía olvidado, tanteó cada ladera, cada cumbre, cada hueco, cada colina. Yo tenía trece años y él contemplaba cada tramo desvelado como quien palpa una reliquia. Como un tesoro que lo deslumbrara. Lo vi temblar de codicia al saberse único dueño de riquezas recién descubiertas e intocadas.

 

Ya desnuda, ungió con aceite de nardos mis cabellos. Y siguiendo como un peregrino el sagrado trayecto de mi cuello, con la misma caricia, continuó sin detenerse la ruta de mi espalda. Mi piel se estremecía al contacto de la tibieza de su mano. Me miró. Se alejó unos pasos a contemplarme, como un escultor que necesita la distancia para perfeccionar su obra. Vi en sus ojos la admiración complacida que le jugueteaba en la mirada. Volvió a mi lado para continuar su creación y con un sosegado andar de ungimiento iba de mis pechos a mi vientre hasta alcanzar mis muslos y mis piernas, así logró dar un brillo aromático a mi cuerpo que ya pedía la inevitable entrega.

 

Pero faltaba más. Me alzó en sus brazos y me depositó en un lecho de rosas rojas esparcidas que cubrían todo el espacio de la cama. Entonces, entibió en su aliento unas gotas de esencia de jazmín tomadas de un bello frasco color violeta y separando mis muslos, restregó con infinita paciencia el Monte de Venus y la hendija secreta de mis labios silenciosamente escondidos. Ya ungida de aromas, con las luces de las velas haciendo filigranas de claroscuros por toda la geografía de mi piel, puso en mi cuello un hilo de oro puro, en mis tobillos y brazos ricas pulseras y anillos con piedras preciosas en los dedos de mis manos y mis pies. Complacido, volvió a alejarse para contemplar su obra. Se desnudó entonces y, sin dejar de contemplarme, se acostó a mi lado. Su respiración me llegaba jadeante, entrecortada y su inútil sexo se perdía en los pliegues de sus muslos. Ybraim tenía entonces ochenta años y con él aprendí a conocer el manejo de las riquezas de mi cuerpo.

 

Inclinado sobre mí, posó en mi vientre sus labios y cuando creí que iba a lamerlo, dejó escapar de su boca una esmeralda hermosa, reluciente que húmeda por su aliento cayó en la oquedad cóncava de mi ombligo.

 

 La sentí encajar, deseable, perfecta, y una vorágine de placer, de sensaciones encontradas y hasta ese momento para mí desconocidas, me recorrió toda.

 

La claridad oscilante de las velas, capturada por aquella gema, se paseaba por el techo y las paredes como un reguero de fosforescentes lentejuelas verdes. Hice ondular mi vientre y aquel juego de luces adquirió un resplandor inusitado. Yo estaba feliz y él me miraba complacido. Cautivado, seguía con la mirada todo ese espectáculo de luces y colores. Me volví hacia él y lo besé despacio, saboreando sus labios y su lengua que sabían a hierbabuena. Respondió a mi beso. Sentí la sinuosidad de su experimentada lengua al mismo tiempo que sus manos rozaban mis pechos y pellizcaban mis pezones hasta dejarlos enrojecidos y turgentes. Apartó su boca de la mía y sin dejar de acariciarme, muy quedamente me recitó al oído:

 

                                     “He aquí que eres hermosa, amiga mía

                                       Tus cabellos son como manadas de cabras

                                       Que se recuestan en las laderas de Galaad.

                                       Tus dientes como manadas de ovejas,

                                       Tú habla hermosa.

                                       Tu cuello como la torre de David.

                                       Tus pechos como gemelos de gacela

                                       Que se apacientan entre lirios.

                                       Miel y leche hay debajo de tu lengua.

                                       Y el olor de tus vestidos como el olor del Líbano.*

 

 A medida que recitaba aquellos versos fue bajando, con morbo embriagador, su nevada cabeza hasta encontrar el monte del gozo más exquisito que, resguardado de rizos ya empapados de aceites y olores gratos, se confundía con el calor de mujer enardecida que escapaba de mi sexo y lo esperaba en rítmicas oleadas de deseo. En esa selva entrelazó los dedos y separó las dóciles hebras humedecidas. Mi clítoris se abrió paso como un botón de rosa tocado de rocío en la hendidura palpitante y estremecido por la magia de las caricias, se ofreció pleno y desnudo ante la lengua que lo buscaba ansiosa. Cuando creí ascender a la conmovedora cresta donde se toca el cielo con el alma y se nos escapa en gemidos desgarrantes, él alzó mis nalgas en el cáliz de sus manos grandes, hundió sus labios en la mojada y escondida herida, movió la lengua como un virtuoso que saca insospechadas notas de un instrumento musical convertido en milagroso y recibió el zumo dulzón de mis entrañas.

 

Después de saber que yo había llegado a la cima convirtiéndome en polvo de mil estrellas y sentir que lentamente descendía, reclinó su cabeza sobre mi pecho, me abrazó con fuerza y murió.

 

Por Ligia Minaya

 

*Versos de El Cantar de los Cantares.

LA MADRE QUE SE FUE SIN DESPEDIRSE



 

 

Cuando me vio, la parca apresurada se ocultó en  el rancho donde dormía la vieja, y  ella... ni siquiera se dio cuenta que la muerte se metió en su propia madriguera.

Y al otro día cuando el sol ya se iba, la bribona le tendió una celada;

No tuvo compasión de ella.

Ni siquiera porque ya la vieja tenias los años tatuado en su rostro.

Y ahora que han pasado los años, mis ojos se desangran y se llenan de tristeza.

Por las noches (...) yo te sueño mamacita.

Te sueño refunfuñandome como antes, y tambien alcaso a ver tu sonrisa desteñida.

Y   veo  el blanco de tus ojos, los veo como si fuera un pedazo de cielo.

Te juro madre que no descansaré hasta ver a la muerte enterrada en el mismos vientre de la tierra.

Hay veces...

Cuando me quedo solo,

 Tus recuerdos vienen hasta mí e invaden mi cabeza,

Y allí entre sollozos contemplo intacta tu última morada

Y me parece  ver por doquier tu figura  derramada.

Entonces...   se  me adentra un extraño titubeo

Y  siento tus palabras como si se fueran incrustando en las paredes de mi piel.

Súbitamente...

Se me quiebra la voz,  los labios me palpitan silenciosos,

Y así;

Paso horas  entera contemplando aquel escenario vacío,

Y  en mi largo desvarío

Solo alcanzo a decirte...

“Madre” cuanto he llorado tu ausencia.

De pronto (...)

Todo comienza a girar,

Siento que el corazón se me hiela

Y  yo siento la noche perezosa cuando se acomoda a mi lado,

A seguida oigo voces; eres tu madre pregunto apresurado,  me asomo al ventanal, al fondo veo una blanca metamorfosis que se retuerce suavemente,

La miro extrañado,

Se me parece a ti, aunque un poco más delgada,

Te contemplo tan viva como antes,

¡Aunque un  poco deformada!

Me acerco más (...)

Pero  de tanto llorar ya mis ojos casi no pueden componer tu imagen olvidada.

Entonces...  me cubro el rostro con las manos y lloro amargamente,

Lloro de rabia y de angustia,  lloro  de impotencia por que ya ni siquiera me puedo recordar del  rostro de aquella mujer que un día me dio la vida.

 

 

Ramón  B. Sánchez C.

15/6/89

 

 

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