lunes, 23 de septiembre de 2013

NO HAY VACANTES... POR RAMÓN SANCHEZ.





Era la tercera ocasión en  menos de un  mes que Lecio  Morrobel recorría de punta  a punta la ciudad entregando curriculum vitae y llenando solicitudes de empleos en las principales empresas de zonas francas nacionales y extranjeras.

Al llegar a la casa después de hacer un largo recorrido, Lecio se tira en un sofá y aunque se sentía extenuado saca tiempo para consultar los periódicos buscando en ello una oportunidad, a veces ni comía,ya que se dedicaba a   revisar cuidadosamente los clasificados, otra veces hasta se molestaba al ver que no solicitaban a nadie que se relacionara con su oficio.

Un día cerca de las tres de la tarde cuando ya el creía haber perdido las  esperanza escuchó el teléfono sonar con insistencia, lleno de entusiasmo Lecio corrió desde la habitación de los niños  hasta la salita donde timbraba el aparato, con rapidez levantó el auricular, pero se desilusionó al comprobar que se trataba de su amigo Olegario quien fungía como administrador de una reconocida Industria de calzado, el saludo fue frió, a lo mejor por que su amigo no tenia mucho que ofrecerle, y como para votar el golpe de inmediato inicio la conversación con una andanada de criticas hacia gobierno, luego Olegario pasó a analizar la situación por la que atravesaba la empresa que regenteaba para terminar invitándole unos tragos en su casa de la playa, como era de esperarse Lecio no aceptó, pero no dejó de  mencionarle el empleo que en varias oportunidades le había ofrecido, le recordó también las necesidades por la que estaba atravesando su familia, fue entonces que Olegario acomodando las palabras le comunicó que su solicitud no había sido aprobada, se excusó al tiempo que le señalaba la posibilidad de darle una mano para el mes entrante, al escuchar al amigo, Lecio se incomodó y prefirió no continuar con la plática, el amigo se dio cuenta del disgusto y aprovechó para dar por terminada la conversación, cuando Lecio quedó a sola se dio cuenta que su amigo le había mentido, lo supo por que el tono de su voz salía sin emociones, así se lo hizo saber a su mujer.

Después de un rato Lecio empezó a meditar y hasta pensó que todos los empleadores se habían puesto de acuerdo para negarle la oportunidad de conseguir honradamente el sustento de Teresa y sus dos gemelos, creyó eso porque en cada empresa visitada por el había un letrero grande que decía” No hay vacantes”.

Luego de la meditación y la conversación con Olegario, Lecio decidió esperar, espero por días, por semanas y hasta meses esperó, pero nadie requería de sus servicios, y eso que el se había graduado con honores en la escuela de perito, por demás era plomero industrial, sin contar con varios reconocimientos que tenía como buen trabajador, con el tiempo los días se volvieron largos y monótonos y a pesar de eso el seguía con la fe puesta en la virgen, de la Altagracia, a diario se levantaba lleno de esperanza, y cuando el día transcurría sin novedad sonreía, aunque en el fondo se sentía molesto y un poco desalentado.

Empezaba a preocuparse cuando una mañana el teléfono empezó a sonar con el insistencia, el mismo tomó la llamada, al hacerlo sintió una rara sensación, le pareció que ese día se convertiría en el fin de sus penurias, era uno  de esos día donde no se admitía la palabra fracaso se dijo así mismo. Del otro lado del auricular una voz de mujer suave y gentil le informaba que tenía una cita con el gerente de personal, al otro día el hombre salió como alocado, antes de la hora señalada ya estaba en la empresa; en la recepción le brindaron café y le entregaron unas hojas amarillentas para que la llenara al momento de devolverla el le preguntó a la muchacha de la recepción que día podría entrevistarse con el jefe de personal, ella revisó la solicitud y dijo amablemente; señor tendrás que esperar; y si califica  le avisaremos.

Cuando Lecio escuchó las palabras “si califica” sintió ganas de llorar, segundo después reflexionó y optó por dirigirse de vuelta a su hogar, pagó el pasaje con los últimos cinco pesos que le quedaban. Al llegar a su casa encontró a su mujer echa un desastre, acababa de sufrir un mareo,  los muchachos como para mitigar el hambre dormían.
  
Cuando Teresa lo vio tan desanimado le preguntó ¿Sucede algo Lecio?, no pero estamos en apriete dijo el hombre mordiéndose los labios, y tu por que esta tan alarmada dijo el, ella no respondió, pero al sentir que su mujer lo miraba de una manera extraña; Lecio volvió a preguntar, esta vez sus palabras tenían un tono inquisidor, ¿que te ocurre mujer? Es que estoy embarazada dijo ella con cierta intranquilidad, el hombre iba a decirle algo pero no pudo, la palidez de su mujer lo conmovió tanto que sonrió, sonrió pero ahora dentro de su pecho llevaba un nuevo disgusto, un disgusto que le arropaba toda el alma.

Después de la conversación Lecio atravesó el cuarto del pequeño departamento, lentamente bajó la escalera buscando algo de comer, como no encontró nada subió de nuevo y se recostó al lado de sus hijos, al rato se levantó, se quitó la camisa, colgó esta en una percha de alambre, luego cerró los ojos fuertemente y se desplomó en la cama de su cuarto, después de lo que le dijo Teresa el se sentía aturdido, allí suspiró profundo, fue un suspiro largo y doloroso, mas tarde cuando abrió los ojos, lo primero que vio encima de la mesita de noche el frasco de pastilla anticonceptiva de su mujer; también un clip de madera sujetando el manojo de solicitudes de trabajo, y en uno de los extremos atadas con gomitas de colores las tarjetas de presentación de los funcionarios del gobierno cuando eran pre-candidatos del partido, así estaba él cuando Teresa penetró a la habitación, el resto fue una noche de insomnio, y cuando él con los ojos secos despertó de su letargo solo se le ocurrió decirle a su mujer, por el amor de Dios Teresa dime que es broma eso del embarazo, la mujer no contestó, en ese instante estaba entretenida acariciándose el vientre, Lecio la miró por encima del hombro izquierdo y solo se le ocurrió decir ¡Que extrañas son las cosa de Dios!


LA MUERTE DE MON CACERES, POR FARID KURI



Aquel 19 de noviembre de 1911, Ramón Cáceres, alias Mon, el matador del dictador Ulises Heureaux, que ascendió al poder en 1905 tras la huida vergonzosa del presidente Carlos Morales Languasco, abandonó la cama bien tempranito como siempre. Se levantó de buen humor, y con sus brazos fuertes abrazó a su querida esposa, Doña Sisa, con quien había procreado la respetable cifra de once hijos, uno de los cuales había sido apenas tres meses atrás. Pero ni él ni Doña Sisa ni ningún miembro de su familia podían siquiera sospechar que ese sería su último día en esta tierra. El país estaba en calma, aunque en la sombra venía gestándose desde hacía días, tal vez semanas, un movimiento conspirativo, tendente no sólo a derrocarlo, sino inclusive a asesinarlo si fuese necesario. Pero en aquel momento nadie era capaz de prever que esa calma era sólo el preludio del caos, del desorden y de las guerras civiles más intensas de toda nuestra historia, que azotarían el país con el asesinato del presidente Mon.
Ese día al levantarse no hizo nada diferente a lo habitual. Después de desayunar empezó a jugar con los niños. Luego dedicó tiempo a las visitas. Una de las personas que recibió fue a Luis Felipe Vidal, que estuvo allí para manifestarle su apoyo y su afecto, aunque horas más tarde, sólo algunas horas, ese mismo personaje estaría junto a los conspiradores que matarían al presidente. Al terminar de recibir las visitas, Mon se dio el lujo de jugar varias manos de billar, y según los presentes, manifestó reiteradamente su complacencia por las muestras de adhesión expresadas a viva voz por Luis Felipe, sin imaginar nunca que las mismas no eran sinceras.
A eso de la doce, Doña Sisa le llamó para la mesa de almuerzo. Acompañado de su familia y de algunos amigos íntimos almorzó con deleite, aunque con frugalidad, sin que en ningún momento dejara de conversar animadamente y de bromear y reír. Definitivamente, el presidente estaba gozoso y feliz. Después, a la una, se retiró a sus habitaciones a dormir la siesta dominguera, costumbre que no violaba por nada del mundo. Cuando se levantó, tras tres horas de sueño ininterumpido, se bañó y se vistió con pantalón y chaleco blanco y saco oscuro. Buscó su revólver 38 que portada siempre desde que aquel 26 de julio de 1899 matara con él en Moca a Lilís. Sólo le faltaba su sombrero de Panamá que nunca dejaba de usarlo las tardes de los domingos. Lo procuró y cubrió con él su ancha cabeza. Ya estaba preparado, totalmente preparado, para el paseo dominguero. Minutos después llamó a su ayudante militar, el coronel Ramón A. Pérez, apodado Chipí, y le ordenó instruir al cochero José Mangual, alias Cachero, a preparar la "Victoria presidencial", es decir, el coche de los paseos vespertinos de los domingos. Ya todo listo para salir, besó con ternura a Sisa y a su hija, la recién nacida, y se montó en el coche para pasear en la ciudad de los Colones y sin saber que marchaba inexorablemente hacia la muerte.
Mon acomodó su corpulento cuerpo en el carruaje, adornado a ambos lados con el escudo nacional. El coche presidencial avanza hacia el oeste de la ciudad, y a su paso recibe los saludos de los escasos transeúntes que no dejaban de comentar el hecho del presidente andar prácticamente sólo. Llega al Parque Independencia, el mismo donde hoy yacen los restos de los padres fundadores de la República, y allí es saludado con respeto, a todos los cuales responde levantando la mano derecha. Minutos después, ya en las mediaciones del cementerio, dos de sus mejores amigos, Francisco J. Peynado y Juan Bautista Vicini Burgos, ambos de mucha influencia económica y política, lo saludan desde otro coche, y a modo si se quiere de admiración, o tal vez, también de discreta advertencia, Don Pancho le dice: "¡ Que bonito ! Un presidente paseando sin escolta". El presidente se ríe y les responde: "Adiós vagabundos". Prosigue su paseo y se detiene en la residencia de otro viejo amigo, Juan de la Cruz Alfonseca. La esposa de Juan, doña Teolinda Castillo, al verlo llegar sólo con un ayudante y el cochero, con esa premonición que caracteriza al dominicano, antes siquiera de saludarlo le advirtió: "Mon, déjate de estar andando sin escolta, que en este país hay mucha gente mala".
En la casa de Juan apenas permanece minutos. Continúa su marcha y su avance hacia la muerte. Pasa frente a la estancia grandiosa de Pedro Marín. Ahí observa entre las matas de mango un grupo de hombres que él sabe que le son hostiles moviéndose de una manera extraña. Observa que están armados y bebiendo aguardiente. Se apodera de él un presentimiento de que algo anormal está ocurriendo, pero nunca piensa que están esperándolo para matarlo. De todas maneras, se le ocurre llamar por teléfono a la prevención para que manden patrulla a ver lo que pudiera estar pasando con esos hombres. Más vale precaver que lamentar, piensa. Avanza un poco más y llega a la casa del banquero Santiago Michelena, la misma casa donde posteriormente viviría Trujillo y donde hoy funciona la Cancillería de la República. Quiere llamar por teléfono desde esa casa, pero las cosas del destino son muchas veces extrañas. Resulta que en la casa no está Don Santiago y su esposa se estaba bañando. Entonces, respetuoso de no entrar en la casa en ausencia del marido, le ordena a Cachero regresar a la capital. El cochero obedece e inicia el regreso, pero estaba escrito que Mon nunca más pisaría La Primada de América vivo.
Tan pronto avanzan un poco observan desde lejos un coche y un automóvil entorpeciendo el camino. Pero aún así ninguno de los tres, ni siquiera Mon, un hombre de mil batallas, piensan en el inminente peligro de la emboscada en la que entraban. El coronel Pérez, lo único que atina a decirle a Cachero es: "Tócales la campana, Cachero, para que dejen paso libre". Cachero toca la campana, pero en vez de abrir paso, los hombres salen de los matorrales de la casa de Pedro Marín, y desafiantes gritan: "Alto ahí, carajo, ríndanse y considérense presos". El grupo de asesinos lo encabeza Luis Tejera, el hijo de Emiliano Tejera, Canciller del gobierno de Mon. El coronel salta del coche y dispara su arma contra el grupo, mientras Cachero fustiga la yegua para acelerar la marcha y abrir paso entre los atacantes. Pero éstos estaban precavidos y dispuestos. Varios de ellos apuntan sus revólveres a Mon, y sin pensar en las consecuencias, le disparan. Varios disparos lo alcanzan. El presidente se derrumba en el asiento manando sangre del pecho. Está mal herido y fuera de combate, y él, que no es tonto, presiente la muerte.
El coronel, falto de valor, se queda lejos del presidente, escondido detrás de unos árboles. Pero tres miembros de la Guardia Republicana, la temible Guardia de Mon, que estaban cerca, corren al lugar de los hechos y descargan sus carabinas sobre los asesinos. El jefe del grupo, Luis Tejera, cae herido de gravedad. Cachero, a diferencia del coronel, da la cara y reparte latigazos. En tanto, Mon, a pesar de su precaria situación, trata de sacar su revólver, pero no puede. Entonces le pide a Cachero el suyo, y con él apenas puede hacer dos disparos. Cachero trata de abrirse paso violentamente, pero dos ruedas de la Victoria se atascan en una zanja y se vuelcan. Mon, el presidente Mon, con su cuerpo pesado, cae al suelo. Cachero, su leal cochero, corre hacia él despreciando las balas que aún disparan algunos atacantes. Lo ayuda a levantarse y con dificultades enormes lo sostiene por el tronco y lo encamina a la residencia de su amigo Francisco J. Peynado, el mismo que había saludado apenas una hora antes y se había extrañado de que el presidente anduviera sin escolta. A Mon le es imposible subir las escalinatas de la casa, y de nuevo cae al suelo en estado agónico. Los asesinos no dan tregua, lo persiguen para rematarlo. En eso, la esposa y la madre de Peynado, desafiando el peligro, bajan a su encuentro para auxiliarlo. Es entonces cuando los asesinos, ante el fuego de las carabinas de los tres miembros de la Guardia Republicana, y de las enérgicas reprimendas de las mujeres, retroceden, conscientes de que ya han cumplido con la misión de asesinar al presidente. Y efectivamente, Mon estaba a un segundo de la muerte, de dónde nadie regresa. Tiene cinco heridas, una en el cuello, otra en el pecho, otra en un hombro, otra en la mano derecha y otra en un muslo. Imposible salvarse. Trata de decir algo. Doña Carmen González de Peynado acerca su oído y sólo le oye con mucho trabajo balbucir:
"Mi madre; mi madre". Fueron éstas las últimas palabras de Mon Cáceres, el presidente que había pacificado el país y lo estaba enrumbando por el camino de la estabilidad y el progreso. Su muerte fue una verdadera tragedia para el pueblo dominicano. Juan Bosch, El Maestro, en un artículo publicado 24 años después de ese magnicidio escribió: "A Lilís se le pudo matar y salir glorificado del asesinato: Lilís gobernaba por el sólo placer de gobernar; a Cáceres no se le debió matar nunca. todavía se resiente el país de aquella tragedia. Duele en el corazón dominicano pensar dónde estaríamos hoy si el vigoroso capitán mocano hubiere llenado su ambición de progreso. Pero más aún duelen los años trágicos que se desencadenaron sobre el cadáver de aquel hombre. El bienio de los Victoria costó al país más sangre, más lágrimas y más dolor, que cualquiera epopeya libertadora de los pueblos vecinos

¿COMO ERA Y COMO VIVIÓ EL DUARTE DE LA INDEPENDENCIA?. AUTOR E. PATIN VELOZ




http://www.suncaribbean.net/images/jp_duarte.jpg
El Duarte, de la Independencia era un hombre de 31 años, que ya para esa época, era comerciante, tenedor de libros, patriota, político y militar.
Aparte de lo anterior, tenía una amplia cultura y una clara inteligencia que fue reconocida por sus contemporáneos.
Como poseía buena presencia y un trato afable así como una gran vocación de servicio, no tardó en convertirse en un líder juvenil, que la juventud de su tiempo reconoció y siguió.
Todos sus contemporáneos advirtieron su gran vocación patriótica, política y militar.
Y como era hombre de su época fue liberal, romántico y masón, sin excederse en ninguna de esas cosas.
No fue un excéntrico y hasta donde sabemos, hacía una vida social, de acuerdo con las costumbres de su clase y de su tiempo.
En lo que se refiere a su vocación religiosa, aunque tuvo una formación cristiana y católica, nunca se distinguió por tener una devoción exagerada, pese a tener estrecha relación con varios sacerdotes que eran íntimos amigos de su familia.
En lo que se refiere a su vida amorosa, el Duarte de la Independencia tuvo dos novias: María Antonia Bobadilla y Prudencia Lluberes. Con la primera llegó a comprometerse y le regaló una sortija que se conserva en la Casa de Duarte y por motivos que ignoramos, este compromiso se deshizo. Luego se comprometió con la segunda, con la cual no llegó a casarse, y ésta permaneció soltera e hizo de su memoria un culto, que duró hasta su muerte, en el 1893.
De lo que sí podemos estar seguros es que Duarte, no fue un misógino ni indiferente a los encantos femeninos, como lo demuestra la relación que tuvo con las alemanas que trató en Hamburgo.
El Duarte, de la Independencia fue acusado de inexperto, idealista y ambicioso, pero jamás de santo, espiritualista o místico. Esto nos hace suponer que sí tuvo esas cualidades no las manifestó en forma notable o exagerada.
Si el Duarte de la Independencia se hubiera dado a conocer por esas cualidades, no hubiera tenido los cargos militares que tuvo en los cuales nunca fracasó, por no reunir las cualidades requeridas para su desempeño, ni se hubiera dado el caso de que un grupo de 57 oficiales le hubieran pedido a la Junta Central Gubernativa que lo nombrara jefe del Ejército.
Resulta muy difícil imaginarse a un sujeto de una espiritualidad exquisita o excelsa, como la que se le atribuye a Duarte, fundando y dirigiendo una sociedad
conspirativa como lo fue La Trinitaria o dirigiendo la sublevación del 9 de junio del 1844 o siendo comandante militar del Departamento de Santo Domingo.
Igualmente hubiera sido muy contrario a la realidad y a la experiencia histórica que en Duarte se hubiera dado el caso de un místico o un espiritual tan exquisito trabajando como tenedor de libros, apuntador de teatro, agrimensor o comerciante.
Mientras más analizamos la obra de Duarte durante la Independencia, más nos convencemos de que no pudo ser la de un místico de una espiritualidad exagerada ni la de un soñador que no tenía sus pies sobre la tierra, porque ese tipo de obras nunca han sido ejecutadas por esa clase de hombres.
De todo lo anterior podemos concluir que el Duarte de la Independencia no vivió ni actuó
durante esa época de su vida, como el místico, el santo o el Cristo dominicano que se nos ha descrito.
Ese Duarte, vivió y actuó como un líder juvenil, dinámico y positivo y es a ése y no a otro, al que le debemos la Patria de que hoy disfrutamos.


TELEVISION EN VIVO

CONOCIENDO EL MUNDO A TRAVEZ DE LA FOTOGRAFIA

CONOCIENDO EL MUNDO A TRAVEZ DE LA FOTOGRAFIA
Entre Aqui !!!